Si vivimos con Cristo, libramos una batalla vencida de antemano. Por eso, el disfraz que antaño traía a la mente algo espantoso, es ahora elemento de risa. El cristiano puede burlarse de los monstruos pues, por fieros que parezcan, carecen de cualquier atisbo de poder al lado de Dios. Por eso, la fiesta de halloween carece de sentido sin el cristianismo: porque sólo el esplendor de la Resurrección es capaz de liberar a los que «por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos» (Hb 2,15).
Ahora bien, es verdad que la celebración de halloween presenta dos dificultades para los creyentes. La primera es que se desarrolla, como todas las fiestas postmodernas, no como algo que nos ayuda a profundizar en el misterio de la vida, sino como una distracción que nos evade y nos aliena de la realidad, incorporando, si es preciso, los medios habituales del alcohol, la droga o la lujuria. Y la segunda, que nos puede hacer olvidar lo que realmente celebramos ese día: la solemnidad de Todos los Santos. En ella recordamos que la santidad no es una meta imposible, reservada a unos pocos escogidos, sino una gracia al alcance de todos. Es una multitud inmensa la que, por su fidelidad al Evangelio, ha sido merecedora del premio eterno. En la fiesta del primer día de noviembre nos asociamos a la alegría infinita de todos los hermanos en la fe, muchos de ellos parientes o amigos nuestros que, una vez purgados sus pecados, participan ya de la gloria celeste e interceden por nosotros ante Dios.
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